Despedida y cierre
Sunyer, J.M. · 19/03/2010
Fuente: Cuadernos de Bitácora
Este trabajo escrito a mediados de enero del 2010 son unas reflexiones teóricas sobre la experiencia habida. En ellas me centro en los aspectos del Yo ideal y del Ideal del Yo que creo que en esta ocasión han podido verse con mucha claridad.
Narcisismo.
Aspectos de la despedida y cierre del curso
Este momento siempre llega. El de decir adiós. Quien se va suele decirlo a quien se queda y éste se lo devuelve. SI es que alguien se queda. En caso contrario todos nos decimos unos a otros ese adiós. Es una forma de raíz cristiana de desear lo mejor al otro. Es como decirle “no nos veremos hasta que Dios quiera”, es decir, ¡adiós! Y es que ya saben aquello de “el hombre propone y Dios dispone” que no deja de ser una cruel realidad que conlleva una inevitable aceptación de que la vida y sus avatares quedan siempre fuera del alcance humano. Aquí un cierto reconocimiento de pequeñez no va mal. Una cosa es nuestro deseo y otra el que éste esté en nuestras manos o a nuestro alcance.
Pero antes de deciros este adiós, dificultoso, rotundo en un ya entrado mes de enero, no estaría de más que a modo de ejercicio de mi diario de bitácora tratase de explicar algo de lo que me y nos ha ido sucediendo. Al menos por la parte que me corresponde.
Esta no es una clase normal, ni una asignatura normal. Ya lo habéis podido comprobar y muchos de vosotros así me lo habéis hecho saber. No es un espacio académico clásico en el que hay una persona que “sabe” que se dirige a unas cuantas que “no saben” para que éstas acaben sabiendo algo. No niego que en otros lugares, en otros espacios, es preciso que el diseño sea este. Pero ahí reconozco mi total incapacidad e impotencia para este tipo de estructuras. Posiblemente todo se reduzca a que no tengo paciencia para organizar los pensamientos de forma que pueda “soltarlos” al día siguiente ante unos cuantos que me escuchan o al menos están presentes. Acepto que hay cosas que sé. Negarlo sería un tanto petulante por mi parte. Aunque reconozco que lo que he ido aprendiendo no sólo ha procedido de mi afán por saber, sino porque ese saber sólo lo he podido asimilar, digerir, incorporar a partir de la propia práctica. No he sido ni soy muy fan de crear mitos ni de creer que hay alguien por ahí que tiene la razón. Aunque creo tener esa sed por saber qué dice el otro y esa consideración de que el otro tiene cosas que se basan en su experiencia y ésa ya es importante.
Una anécdota. Hace muchos años, más de treinta, estaba inmerso en una experiencia psicoterapéutica que pudo haber sido maligna. Y si no lo fue no sólo se debió a que Dios no quiso sino porque muy probablemente había determinadas zonas en mí que me protegían. Algunas de ellas se corresponden a lo que ahora llamo mecanismos de defensa, aunque en aquel momento no lo podía entender así. Pues bien, estaba en aquel período previo a una sesión de psicoterapia de grupo (ahora es cuando digo que a todo se le llama así) y me perdí por una librería (¡esos sitios sagrados en los que hay tantas cosas que leer!). Ojeaba un libro y en aquellos momentos se me acercó, amablemente sí, mi terapeuta. Se interesó por lo que estaba mirando y yo (lo que es la displicencia adolescente o joven) le dije: ¡bah, Es un mal libro! Y me contestó algo así como “no hay libro malo que no contenga cosas buenas”. A día de hoy lo entiendo de otra forma, pero en aquel momento mi edad (cronológicamente algo mayor que vosotros, mentalmente seguramente más infantil) no me permitió (digámoslo así, echándole la culpa a ella) otra cosa que despreciar aquello que me decía (ahora pienso que debería estar enfadado con él o con lo que representaba) e internamente enviarlo al quinto pino. Lo que sucedió es que (a pesar de ser una muy peligrosa experiencia terapéutica en la que me vi metido y de la que me costó muchos años salir y recuperarme) aquella frase quedó registrada en mi disco duro (en aquella época no existían esas cosas).
Lo que hoy en día escucho en esta frase es, entre otras cosas, que el otro, podría ser el alumno, siempre tiene cosas buenas que decir. Sólo falta poderlas escuchar. Y eso es aplicable y extensible a muchos ámbitos. Y aunque en ocasiones resulte difícil aceptarlo, y en otras incluso pueda ser necesario no escucharlas por los matices manipuladores que pueda haber, esta forma de pensar me ha sido útil. El problema en todo caso aparece cuando el otro considera que no tiene nada qué decir o qué dar. En ocasiones, cierto es, consideramos que lo que podríamos decir “no tiene sentido, no va a ser acogido, es una tontería, es algo que cualquiera puede decir, que si lo dice se le van a reír en la cara…” organizando un rosario de pensamientos todos ellos dirigidos a minusvalorar la capacidad que tenemos todos para aportar ideas, razonamientos u otras cosas.
Ahí ya tenemos un problema que creo que ha ido planeando sobre nosotros a lo largo de todas estas clases. Es decir, una teoría general, más o menos consciente, por la que cada uno consideraba que lo que tenía que aportar no era válido, creíble o no estaba suficientemente argumentado. Aunque y de forma contrastante, en muchos cuadernos he podido leer cosas que de haber sido expuestas hubieran enriquecido de forma prodigiosa la dinámica que existió. O sea, que en cada uno había material rico y variado como para hacer de la experiencia una experiencia significativa por recoger palabras de Rogers. Ahora bien, si no pasó, ¿por qué fue? ¿Por qué cuando una serie de personas tienen ideas e incluso experiencias que podían enriquecer y alimentar las mentes de todos, no lo hace? Podríamos pensar en que cada uno individualmente tenía un problema. Vale. Pero esto no nos lleva mucho más allá. ¿Porqué el colectivo? Si consideramos, como hemos hecho varias veces en clase, que el colectivo representa lo social, ¿qué hay de social en todo este comportamiento? ¿Por qué lo social se refleja en contextos grandes? ¿Qué papel ha jugado el conductor de la experiencia?
Para empezar os propongo que pensemos en un nombre: Narciso. Narciso era un joven guapo, muy guapo que embelesado por su propia belleza acabó ahogándose en el río que reflejaba su imagen. Y ahí nació la flor Narciso. Es decir, Narciso habla de alguien muy enamorado de su propia imagen. Retened eso.
Narciso es también el nombre que da lugar a la idea del Narcisismo, y que siguiendo a Freud (1914) fue elegido por Paul Näcke en 1899 para designar aquellos casos en los que el individuo toma como objeto sexual su propio cuerpo y lo contempla con agrado (1972:2017). Si seguimos este trabajo que os recomiendo y que es de hace casi un siglo (1914) veréis que aborda unos aspectos de la energía psíquica denominada libido en tanto que ella se deposita sobre el yo o sobre los objetos. Veréis también cómo en ocasiones esa energía en vez de depositarse sobre los objetos (es decir, aquello que está fuera del sujeto) se suele depositar en el yo. Cuando sucede eso, uno se siente maravillosamente bien, se cree lo mejor del universo, considera que sus pensamientos son algo que apártense los demás que vengo yo, etc., etc. En todo desarrollo normal, todos pasamos por épocas en los que “yo” so el que hace las cosas como nadie. Y el niño se considera como la mejor cosa que existe sobre la faz de la tierra. En una posición opuesta y posiblemente muy conocida por algunos de vosotros, el enamoramiento supone, entre otras cosas, una consideración máxima de los atributos de la persona de la que me he enamorado.
Si seguís leyendo el texto veréis que da entrada a una idea nueva: la emergencia o la creación necesaria de un nuevo sustrato en el yo al que le llamaremos yo ideal sobre quien se deposita todo ese amor, esa gran satisfacción que antes el yo centraba sobre sí mismo. Sin embargo observaréis también que aparece (sobre todo al final del trabajo) un concepto diferente, el del ideal del yo. Es decir, aparecen dos ideas en lo que parecería que Freud en esos momentos estaba elaborando algo importante y que todavía no había podido diferenciar. De forma que cuando habla de ese ideal del yo lo vincula a lo social. Por ahí iremos entrando.
Ese yo ideal que aparece en este trabajo de Freud y en otro (el yo y el ello, 1923) es ese aspecto de nosotros mismos mediante el que nos sentimos “aquello que no hay”. Es decir, es ese conjunto de ideas, pensamientos, imágenes de nosotros mismos cargadas de afectos y significaciones cuyo denominador común es la exaltación de uno mismo. En cierto modo está muy vinculado con la imagen tremendamente positiva que nos transmiten las personas con las que nos vinculamos; en especial a lo largo de los primeros momentos del desarrollo. En cierto modo se corresponde a la idea aquella de “parece que no has tenido abuela”, en alusión a esas personas que con frecuencia se alaban a sí mismas. ¿Y por qué? Porque las abuelas no dejan de ser estas personas que están continuamente alabando al nieto, que siempre aplauden sus acciones y caprichos. En este sentido podemos comenzar a pensar cómo se gesta un aspecto de ese yo ideal.
En efecto, si consideramos que la fase del espejo es aquel período del desarrollo por el que el sujeto se constituye a través de la mirada de la madre podremos pensar que es en ese momento cuando comienza a constituirse el yo ideal. Y con él el niño que va creciendo comienza a quererse a sí mismo, a amarse y a considerarse como objeto de gratificación. Y es en estos momentos en los que comienza a desarrollarse el elemento narcisista que puede potenciarse desde el entorno y desde uno mismo. Y si desde el primer lugar podemos comprender cómo se potencia, desde el segundo habremos de pensar que proviene de la propia satisfacción derivada de las autoestimulaciones (lo que posteriormente será la masturbación y aquellas práctica autoeróticas) y de las fantasías asociadas a las satisfacciones que nos producimos.
Lejos está de mi la idea de considerar necesariamente patológica el desarrollo narcisista. Es más, sería patológica su carencia dado que en estos casos el sujeto no encuentra ninguna razón para quererse a sí mismo, para cuidarse, para evitar peligros… Ahora bien, no siendo patológico sí puede ser patogénico. Patogénico en cuanto su desarrollo ponga en peligro el desarrollo de otros aspectos que también debemos desarrollar. Por ejemplo, cuando una persona no acepta, no tolera o no quiere realizar algunas actividades que otros sí realizan por aquello que llamamos “miedo al ridículo”, lo que en realidad está mostrando (sin querer, claro) es su temor a que esa imagen que tiene de sí mismo, ese yo ideal que tiene dibujado pueda quedar cuestionado. Y en la misma dirección se encuentran otras muchas actitudes que indiquen el temor a que pueda quedar dañada esa imagen idealizada que yo tengo de mí mismo. Y si apuramos un pelín más podremos ver cómo en muchos aspectos de los desarrollos, tanto del niño y adolescente como del adulto, tanto desarrollos personales como profesionales tienen un ingrediente por el que nos colocamos (o nos colocan) ante situaciones que van a servir para poder aprender a tolerar esos aspectos de nosotros mismos que se mostrarán “no correspondientes al yo ideal” que nos hemos forjado. Hay un aspecto en el aprendizaje de habilidades sociales que guarda relación con eso. Pero muchas de las actividades a las que animamos a nuestros hijos a participar durante su período de aprendizajes tienen ese componente: aprender a enfrentarse (y por lo tanto a reconsiderar) a ese yo ideal y constatar posteriormente que no es tan ideal como nos imaginábamos y que no pasa nada por ello.
Hay otro aspecto que Freud desarrolla un poco y es el Ideal del yo. En realidad se corresponde a la imagen que uno desea alcanzar, la meta, el objetivo que de conseguirse dejan satisfechos al yo. ¿Al yo? Bien, en realidad, al tratarse de una subestructura vinculada con el súper yo tendremos que considerar cómo se cuece desde nuestro entorno familiar y social. En efecto, en el contexto de las relaciones que se dan con nuestros padres y posteriormente con su entorno familiar y social percibimos claramente qué es lo que los otros esperan de nosotros. Y eso que los otros esperan de nosotros se va traduciendo en qué es lo que nosotros esperamos de nosotros mismos. Y lo deseamos alcanzar entre otras razones porque al venir determinado por el contexto afectivo en el que crecemos algo del aprecio que necesitamos lo depositamos de forma real o imaginada, en este ideal que hemos acabado por hacer propio. Y en cierto modo nos presiona porque consideramos que no sólo es lo que se espera de nosotros sino que también nosotros suponemos que debe ser así.
Este aspecto, al igual que señalaba en el caso del yo ideal, es necesario para el desarrollo del individuo. Y no es necesariamente patológico. Es más, sería potencialmente patogénico no disponer de él puesto que significaría que uno no aspira a nada, que uno no dispone de vínculos con los demás que por mantenerlos y potenciarlos activen el deseo de alcanzar aquello que al otro creo que le va a hacer feliz de mí. Uno también desea el aplauso de reconocimiento. Pero, como es lógico pensar, puede morir por ello. Morir de éxito, que se dice. Morir, porque uno acaba siendo esclavo de ese ideal del yo que nunca acaba de alcanzarse. Morir porque en ese empeño acabamos de olvidar que en realidad estamos no sólo para agradarnos por haber alcanzado ese desarrollo sino para poderlo compartir con los demás.
Y ahora volvamos a nuestro grupo.
Si siguiésemos parte del pensamiento Freudiano, la hipótesis desde la que parte en el trabajo de 1921 (psicología de las masas y análisis del yo) es que gracias a las identificaciones que los miembros del grupo realizan sobre o a partir de la figura del coordinador, el grupo puede constituirse. ¿Y por qué se idealiza al “jefe”? Porque detectan en él, depositan en él, una serie de características lo suficientemente agradables para “depender” de él. Es decir, el conductor del grupo (que en nuestro caso sería el profesor) es alguien que, independientemente de que posea realmente tantas medallas agradables, concita en su persona todas las características que los miembros del grupo le atribuyen. Este es un fenómeno universal. Ocurre en todas las culturas, razas, pueblos… y situaciones. Imaginemos un cantante, el mismo Michael Jackson. Más allá de las características que realmente poseyera, los miles de fans le atribuyen una serie de cosas a través de las que Michael queda idealizado, y hasta idolatrado. Esto mismo pasa con líderes políticos. Por tomar un ejemplo alejado de nuestras tierras, Obama. En él, más allá de lo que realmente haga o deje de hacer, miles de personas e incluso gobiernos enteros han considerado que ese hombre (tan normal como tú y yo) va a aportar una solución a los problemas de la sociedad occidental y hasta del mundo entero. Estos son procesos de idealización. Y precisan que algo de ese ideal, de ese yo ideal y de ese ideal del yo se deposite en ellos.
Sabéis que parto de premisas un poco diferentes. Sólo un poco. Sabéis que considero que el grupo prima por encima de la existencia individual. Esto me lleva a pensar que los procesos de idealización se entrecruzan, se superponen en las relaciones que tenemos todos entre nosotros. Todos los miembros del grupo, profesor y alumnos en este caso, disponemos de estos dos componentes. Eso significará que estos componentes se ubicarán en las interdependencias que establecemos entre nosotros. Dicho de otra manera, la idea de que somos personas capaces de hacer las cosas de forma maravillosa, que somos simpáticos, agradables, dicharacheros… todo esto está flotando en la atmósfera del grupo. De hecho, en las escalas que trabajamos el primer día aparecían unas expectativas. Expectativas que ubicaban lo que íbamos a hacer en niveles altos, claro. ¿De qué hablan estas expectativas?
La clase se va a acercar a eso que podemos llamar “clase ideal” que como veis es parecido a lo de “yo ideal”. ¿Qué es una clase ideal? Un lugar en el que todo va a ser alcanzable. Que lo que vamos a hacer, por fin, va a ser algo que (apártense otros profesores) va a alcanzar el zénit de lo que es un aprendizaje académico. Va a ser un lugar, un grupo, en el que apenas van a haber dificultades: profesor maravilloso, compañeros que nos vamos a llevar bien, aportaciones teóricas que por fin van a resolver muchas de nuestras dudas… un plan casi de luna de miel. Y en este convencimiento (más o menos intenso en cada uno, pero presente de todas formas) participamos todos, profesor incluido. Se instala el buen rollo, se asombra uno de lo que vamos comenzando a hacer… luna de miel académica. Por ejemplo, si miramos los escritos del Cuaderno de Bitácora de los alumnos podemos fácilmente ver ideas como esta:
en el meu cas tenia moltes ganes de començar, d’aprendre… és a dir, les meves expectatives envers l’assignatura eren molt altes.
El que em va sobtar des d’un principi va ser la manera de seure. Estava acostumada a la resta de les altres classes on seiem amb files, però en aquesta classe estàvem tots amb rotllana. Ho vaig trobar de la manera més encertada, havia de ser una classe dinàmica i per tant així és la única manera de poder establir una conversa tots amb tots poden mirar-nos tots a la cara; des del meu parer imprescindible el contacte ocular per una bona comunicació.
O ideas como:
Me acuerdo cuando el año pasado saliendo del Auditorio de la clase Psicofisiología, esperábamos la siguiente clase mientras los que, en aquel entonces hacían cuarto, estaban en una aula sentados en círculo; y nosotros nos preguntábamos qué hacían exactamente, y supongo que desde ese diálogo con nuestros predecesores ya sabíamos que esta optativa sería una de las elegidas. Porque no es una asignatura como las demás…
esto siempre nos sorprende, ya que no estamos acostumbrados a esta metodología de trabajo, aunque generalmente, es está con la que más se aprende, porque te obliga a estar activo en las clases, a no sólo empollar un temario que seguramente después del examen olvidarás, sino, ir haciendo un proceso de comprensión y interiorización de lo que se explica y se debate en clase.
Y como éstas podemos encontrar numerosas alusiones cuyo común denominador es una idea clara de que el espacio que vamos a construir va a ser diferente, pleno de satisfacciones y que por fin encontramos una forma de hacer que nos va a satisfacer. Más allá del esfuerzo que se considera que se va a tener que realizar.
Y lo mismo por parte del profesor. Cierto que no espera grandes cosas y en sus primeros escritos ya señala que vamos a tener que esforzarnos. Pero paralelamente a este hecho, la propia presencia de esas cartas de bienvenida facilita la creencia de que la relación que se va a dar será muy positiva y agradable. Es más, en una de ellas se señala que si alguien opta por quedarse podrá experimentar…
aprender de la experiencia de la relación con el otro, con los otros. Experiencia que me va a posibilitar pensar, pensar sobre lo que siento y sobre lo que sienten los demás, y trasladar esta experiencia a la vida profesional que, seguro, está ya a la vuelta de la esquina. (cuaderno de bitácora 5 de septiembre del 2009)
Todas estas cosas y posiblemente muchas otras van configurando una idea de “clase ideal”, es decir un espacio nuevo para quienes vienen o venimos de espacios muy estipulados, muy centrados en una relación de tendencia vertical con Power Point incluido.
Junto a todas estas cosas van pudiéndose organizar otros entramados de pensamientos y emociones que dibujan un “ideal de clase” realmente elevado. Es decir, aparece una exigencia que nace de entrada desde el propio profesor, avalada por su experiencia personal y que tienden a subir el listón. Ello confirmaría las hipótesis de Freud por las que los elementos superyoicos (que provendrán como él indica de ese ideal del yo) que hacemos nuestros nacen de los ideales de funcionamiento que provienen de las personas significativas. El profesor, representante también de la institución en la que se desarrolla el proyecto, propone (seguramente también en línea con la propia Institución) unas metas elevadas. Es decir unas metas que permitan sentirse orgulloso de lo conseguido; en el caso de alcanzarse.
Pero también el grupo de alumnos ejerce una presión sobre el profesor: debe ser ese profesor que se acerque al ideal de profesor que todos tenemos en mente.
E igualmente sobre los compañeros. Una de las frases que aparecen en los inicios de los diarios es significativa:
Todo esto, sin olvidarte de que estás sentado en un círculo donde todos nos vemos las caras y que, en algún momento del curso. ¡ALGO productivo tendrás que decir!
La noción de presión está presente en muchos de los diarios de los alumnos. Por ejemplo:
Al poner el común lo hablado, he visto que las expectativas eran más o menos las mismas que las que habíamos hablado. Pero entorno a los miedos surgió algo de intercambio de ideas y reflexiones. Hablamos del miedo a ser juzgado y cómo este provoca que la persona se cierre. Hablamos del miedo al error, miedo a no entender al paciente. Lo necesario en estos casos es aclararse y creo que por encima de todo no debemos tomar-lo como un error (el no entender) simplemente como una ocasión para que el paciente profundice.
Sobre la idea del miedo al error, que la misma sociedad propugna, creo que con él se pone una exigencia muy alta y meramente inalcanzable, pues creo que el ser humano crece equivocándose. Cuantas veces mirando hacia el pasado somos capaces de recordar esa lección aprendida en base a un error y en cambio no somos capaces de recordar una lección aprendida “correctamente”. El error nos cala hondo, creo que el problema está en que nos cale en el buen o mal sentido. Si el hecho de equivocar-se es concebido como algo espantoso entonces el camino del aprendizaje se cierra, nos preocupamos por la “gran cagada” que acabamos de cometer y el pánico nos bloquea; no deja pensar y huimos. En cambio, si le damos la vuelta y entendemos el error como algo que nos beneficia en el ámbito del aprendizaje quizás podamos empezar a desvanecer ese “miedo”. En el caso de una relación psicólogo – paciente, si aceptamos que se aprende de los errores se puede llegar a perder el miedo y ganar el permiso a investigar, y así crear vínculo.
Y como éstos otros muchos que van articulando las expectativas que todas las personas que integramos el grupo ponemos sobre nosotros mismos y sobre los demás.
Esto permite pensar que en el entramado de relaciones que se establece en un grupo se depositan de forma inconsciente una serie de elementos que presionan a quienes estamos en ese grupo generando una reacción. Esta puede ser paralizante o no a partir de las experiencias de cada uno y del grado en el que la vivencia de presión actúa sobre cada miembro. Es decir, para aquellas personas a las que por sus experiencias relacionales previas la presión proveniente de lo que podríamos llamar en nuestro caso “clase ideal e ideal de clase” y que luego se traslada a “ideal de alumno o profesor o compañero, alumno, profesor o compañero ideales” es un estímulo y una guía, la respuesta será activa. Y contrastará con la de aquellos para quienes tales presiones les lleve a la parálisis como señalaba el párrafo de la compañera que he copiado unas pocas líneas antes.
Seguramente por esto, por la lucha interna y externa entre los deseos de que la realidad se acerque lo más posible al plano de lo ideal, han ido emergiendo sentimientos de fracaso, o de no haber sido capaces (todos, incluido el profesor) de encontrar un equilibrio más creativo.
Ahora bien, si ésta es la foto que aparece en la intedependencia grupal no es ésta la que aparece escrita en los mismos cuadernos. En efecto, cabría pensar que si este es el clima que se ha ido apreciando, la lógica nos lleva a considerar que por algún lado debiera salir en lo que es la valoración individual, íntima de cada uno. Pero no ha sido así. Es decir, cuando uno tiene el honor y la suerte de conocer qué es lo que individualmente cada uno va señalando de la experiencia grupal lo que puede leer es:
“Me quedo con las herramientas que me ha dado la experiencia de clase y el libro, los días en que participábamos casi todos y no sentíamos silencios incómodos. Me quedo con la experiencia de intervenir cuando vino Pedro y Ramón, comunicarnos de maneras diferentes, contrastar opiniones y enriquecerme con las de los demás. Me quedo con esta frase del Dr. Sunyer “Uno, solo aprende a ir en bici cuando se cae, lo importante es aprender a levantarse”.
O
Sobre la asignatura, que muchas veces también está relacionada con como la quiere tratar o llevar el profesor, creo que es una de las asignaturas que más he aprendido, no tanto sobre la parte teórica de las cosas, sino la parte practica de la vida diaria aparte de la profesional.
Como he dicho multitud de veces, muchos profesores no entienden que a los alumnos nos aburre escuchar y copiar aquello que el profesor dice o incluso dicta. Creo que hay manera más amenas y entretenidas de aprender y enseñar…
O
me gustaría dejar constancia de que me llevo tanto cosas buenas como malas de esta asignatura, pero ante todo, me llevo un profesor que ha sido cercano, que se ha interesado en el grupo y en el hecho de que todos aprendamos de todos. A nivel académico, me llevo mucho, hemos tratado la teoría de forma distinta, no han sido clases magistrales, lo hemos trabajado entre todos discutiendo acerca de los temas y a través de las actividades que hemos realizado en las clases. Sobre todo, como ya he comentado antes, me ha servido mucho el hecho de trabajar a partir de la clínica, los comentarios que se han aportado por parte del profesor me han sido útiles para reflexionar y valorar más los casos, poderlos enfocarlos de otra manera, ir más allá, e intentar no ser tan académico, no ser otro “defecto de fábrica”.
y como estas muchas otras ideas similares. ¿Por qué en el plano íntimo la idea es una y no emerge en el contexto grupal? De forma fácil y casi destructiva podríamos decir que por peloteo. Ya. Pero igual no lo es. Igual es la constancia de que la lucha por buscar el equilibrio entre lo ideal y lo real es tan fuerte e intensa que no posibilita que estas valoraciones que se hacen a nivel privado emerjan en la arena de lo público.
De todas formas y a modo de cierre quiero subrayar un par de cosas:
La experiencia emocional de una clase como ésta va bastante más allá de los resultados académicos. Ya el sólo hecho de poder pensar y calibrar las tensiones que existen entre la realidad y los aspectos idealizados merece un reconocimiento y un agradecimiento. Creo que todos hemos hecho lo que hemos podido y sabido. Pretender que debiéramos haber hecho otra cosa representa un aumento de la exigencia que, al menos en el terreno de la clínica, no es correcto.
Daros las gracias a todos. Muchas de las muestras de cariño que he recibido indican que en realidad el trabajo realizado por todos ha sido muy bueno. Sé que experiencias de este tipo nos ayudan a seguir en este proceso madurativo que concluye cuando acaban nuestros días. En cualquier caso mi agradecimiento también se debe a que gracias a estos esfuerzos por tolerarme y aceptar todas mis salidas de banco habéis hecho posible que me mire un poco más a ese Narciso que sin duda llevo a mi espalda.
UN fuerte abrazo.
El planteamiento es muy sencillo. La clase es un espacio en el que estamos muchas personas, como 50 o más.Uno puede considerarla desde diversas posiciones, pero personalmente prefiero pensar que estoy con un grupo. No ante un grupo sino en él. Este conjunto de personas que lo constituimos establecemos inevitablemente una serie de interdependencias, vinculantes muchas de ellas, que determinan no sólo la atmósfera grupal sino la manera de relacionarnos y los sentimientos que se derivan de todo ello. Cierto es que dado que trabajamos unos textos determinados, hay muchos elementos que se activan a través de la lectura de los mismos. Y la experiencia me indica que esos mismos elementos se activan también en las relaciones que establecemos en el grupo. Estos escritos son las reflexiones que desde mi puesto de conductor de ese grupo van aflorando en mi mente y que sirven, eso espero, de reflexión y de trabajo complementarios a la asignatura.