Mi cuaderno de Bitácora del 29 de Septiembre de 2010
Sunyer, J.M. · 02/10/2010
Fuente: Sunyer
A pesar de que algunos querían que nadie fuese a trabajar, muchos lo conseguimos. Y tuvimos una grata experiencia reflexionando sobre cosas que sucedían en el aula.
Los elementos inconscientes.
Esta semana ha sido dura para todos, para vosotros y para mí. Y por razones bien distintas en las que no voy a entrar. Y tuvimos una experiencia compartida también compleja que fue la de la huelga general (o no tan general, o generalmente incordiante). Pero como de todo tenemos que seguir aprendiendo, esta semana fue, al menos para mí, de intenso aprendizaje.
El primero de ellos provino de la sesión del martes. Pedí un voluntario y quien se prestó me aportó una pieza importante que me ayudó a pensar. Gracias, pues. ¿Y qué fue? En realidad varias cosas; sin embargo reconozco encontrarme ante una dificultad: cómo digo qué sabiendo que la cantidad de interpretaciones de lo que digo es directamente proporcional al número de personas con las que me encuentro. Seguramente son dos los caminos que puedo tomar para ello. De los dos que veo, optaré por el que creo que os es más útil.
Cuando estamos ante una persona que sufre (es decir, un paciente) en realidad nos encontramos con alguien que no sabe el por qué de ese sufrimiento. Y aunque sabe algunas cosas, esas que sabe (aún estando relacionadas con ese por qué) no tienen bastante calado como para constituir la realidad y la base de tal sufrimiento. Creo que todos aceptaremos que nuestra principal preocupación (o una de las más importantes) es ayudarle. Pero también es verdad que no sabemos cómo hacerlo. En buena parte porque no tenemos ni idea de quién es ni qué le ha ido pasando, ni qué cosas le han hecho de esta manera que no le permiten encontrar la forma de superar lo que le está pasando. Podríamos decir entonces que entre él y nosotros se abre un gran vacío. Entonces tenemos otro problema: ese vacío. Y una de las cosas que me ayudó a pensar nuestro compañero fue esa: cómo rellenar ese vacío.
Como supuestamente vosotros no sabéis cómo hacerlo esperáis, lógicamente, que el profesor os enseñe a rellenarlo. O que los profesores os lo enseñemos. En unos casos se indica que hay que hacer una historia clínica en la que debe haber una serie de puntos a rellenar. Está bien ya que es una manera de rellenar ese vacío. En otros se os indica que hay que ir conociéndole. Eso es algo más complicado, porque ¿cómo se conoce a alguien en tan breve espacio de tiempo? Quizás la fórmula sea tratar de hacer un listado de hechos, sucesos, que nos den una radiografía del sujeto. Y esto también está bien: le preguntamos si está casado o no, si tiene hijos o no, cómo fueron sus padres…, preguntas todas ellas muy legítimas y que tratan de rellenar ese vacío del que os hablaba. En otros casos, como es el mío, lo único que os digo es que entremos en relación con él. Y esto es mucho más complicado. Y lo es porque me implica. Y eso asusta mucho más ya que en cierta manera hemos ido entendiendo que el profesional no debe implicarse en la relación, que debemos ser asépticos, objetivos; lo que a mi modo de ver es un error.
¿Por qué debe haber ese miedo? Creo que cuando tomamos conciencia de que es preciso establecer una relación comenzamos a temblar. Me explico. Si estamos con un niño pequeño parece lógico que nos pongamos a jugar con él. Y por lo general cuando jugamos con un niño, a pelota o a muñecas por ejemplo, es previsible que nos relajemos y nos metamos en el juego. Dejaremos que nos meta un gol, o se lo meteremos y no pasa nada: es un juego. O si jugamos a muñecas, pues pasearemos con ella, la tomaremos en brazos y la cuidaremos sin que eso nos haga enrojecer. Claro que si en vez de ser un niño ya es un adolescente, la cosa parece cambiar un poco. Aunque eso dependerá también de nuestras habilidades. Puede ser que nos enrollemos con él, que podamos hablar de lo que hizo el fin de semana, o en cómo va el atleti o qué tipo de músicas le gusta. Y, al menos en lo que conozco desde mí mismo, no hay especiales problemas más que los derivados de su timidez, de si es capaz de aceptar nuestra relación, de si somos capaces de conectar con la manera de ser, etc. Entonces, si esto es así ¿por qué no lo es cuando estamos con un adulto? ¿Qué elementos deben haberse introducido para que aquella habilidad que teníamos con el niño y el adolescente se nos ha esfumado con el adulto?
Porque quiero pensar que somos los mismos, ¿no? Quizás la respuesta es que con el adulto parece que no podemos introducir la idea de juego. Como si estuviera prohibida esta relación que consideramos peligrosa, o no adecuada o prohibida. No sé. Es como si cuando estamos en esta situación nos encarcelásemos, nos metiésemos en una coraza o nos introdujésemos en una especie de armadura (armadura mental) que paraliza nuestra capacidad de pensar, hacer, hablar o decir. Siguiendo la terminología que aporté creo que el primer día, es como si nos convirtiésemos en crustáceos. ¿Y eso?
Si tomamos el significado de las palabras, la idea de crustáceo o de armadura, cárcel y otras semejantes, parecen anunciar que hay un temor a algo que no sabemos qué es; pero que si nos ponemos a pensar un poco quizás podamos averiguar alguna de las razones. Veamos:
Miedo a lo que pensará el otro. Podría ser una de ellas. Y tiene su lógica. Si este adulto ve que me pongo a hablar sin más, que interacciono sin seguir una pauta seria y programada, ¿qué pensará de mí? Eso no me sucede con un niño o un adolescente. En estos casos me relajo ya de lo que trato es de establecer una relación en la que esté o estemos cómodos y así ir aprendiendo de la situación. Pero con un adulto, no. Suponemos que el supone que nosotros debemos tener un protocolo de entrevista y si esto no se da entonces concluirá que le estoy tomando el pelo. Es decir, como creo que el niño o el adolescente no me juzgan, actúo de una forma. Pero como sospecho que el adulto sí, pues entonces actúo de otra.
Miedo a no decir una cosa correcta. Ya, lo entiendo. Eso no me pasa con el niño y si me ocurre, si cuando juego a pelota no meto gol, o digo algo a la muñeca que en opinión del otro no es correcto, pues no me pasa nada. El niño me dice que no sé eso y no pasa nada. La niña me dice que así no se coge la muñeca o no se le cambian así los pañales, y no pasa nada. Pero con el adulto… ¿cómo voy a mostrar que no sé algo o que no es correcto lo que digo?
Miedo a que me vea tal cual soy. Menudo problema. Claro, con el niño o el adolescente no me importa demasiado porque incluso llego a pensar que no se da cuenta. Y si se da, pues como que no me importa. Pero, ¿el adulto? ¡Buf!, eso es harina de otro costal. ¿Qué pasa si descubre que soy así o asá? Es decir, ante el adulto ¡tengo que ocultarme! Menudo problema.
Estos tres aspectos, ¿sólo están en el profesional? ¿No estarán también el paciente? Quizás sí. Porque aunque él diga que viene porque le duele aquí o le molesta eso, o… lo que sea, a partir de ahí ya es otra cosa. Porque por ejemplo, “vengo porque tengo miedo a los perros” es una razón por la que puedo ir a donde un psicólogo. Pero una vez averiguado ese miedo, una vez he entendido que es a todos los perros, que debe cruzar la calle para no encontrarse con aquella miniatura canina que ha visto en la lontananza, que nunca ha tenido un suceso que justifique eso, que llega a obsesionarse cada vez que sale a la calle por si acaso se encuentra con alguno independientemente si va atado o no, ¿qué hago? Ah, claro, he encontrado el manual en el que me dice qué cosas debo hacer para que ese miedo desaparezca, lo que me lleva a pensar otra cosa.
Cuando nos encontramos ante cosas así y nos apresuramos a encontrar el método mediante el que ese sujeto dejará de tener miedo a los perros, ¿no percibís algo de tipo huidizo? ¿No percibís como una urgencia en reparar esta situación y, como tal urgencia, una búsqueda de la salida de emergencia que abrevie la intervención? Eso, en mi casa, se llamaría respuesta fóbica. Respuesta fóbica o fobógena si queréis, que me elimine cuanto antes ese malestar que siento al ver que “tengo que resolver el problema”. Lo cual está a mil leguas de la idea de establecer una relación con el otro.
Quizás, sólo quizás, lo que se esconde detrás de todo eso es algo de naturaleza desconocida, es decir no consciente alias inconsciente que no deseamos conocer. Y, en este caso, tenemos otro problema.
Un abrazo
Dr. Sunyer (cuaderno de los días 28 y 29 de septiembre del 2010)
El planteamiento es muy sencillo. La clase es un espacio en el que estamos muchas personas, como 50 o más.Uno puede considerarla desde diversas posiciones, pero personalmente prefiero pensar que estoy con un grupo. No ante un grupo sino en él. Este conjunto de personas que lo constituimos establecemos inevitablemente una serie de interdependencias, vinculantes muchas de ellas, que determinan no sólo la atmósfera grupal sino la manera de relacionarnos y los sentimientos que se derivan de todo ello. Cierto es que dado que trabajamos unos textos determinados, hay muchos elementos que se activan a través de la lectura de los mismos. Y la experiencia me indica que esos mismos elementos se activan también en las relaciones que establecemos en el grupo. Estos escritos son las reflexiones que desde mi puesto de conductor de ese grupo van aflorando en mi mente y que sirven, eso espero, de reflexión y de trabajo complementarios a la asignatura.